lunes, 24 de junio de 2013

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Entre el árbol se cuela el sol, choca un momento sobre sus hojas y muere de forma honorable en mi botella.
Podría morir en mis ojos, pero unas Rayban falsas ocultan mis ojeras y mi vista cansada.
Nací en un descampado al este de Madrid, encima de una piedra llena de cristales y tierra, y allí es donde muero de nuevo al menos una vez a la semana. ¿Cuánto ha pasado ya? Creo que fue en 2003 o 2004. Todo está lleno de cartones de vino amarillentos, pero no parecen muchos, la mayoría están enterrados tras la piedra, probablemente sean petroleo ya. También hay un montón de CDS que alguna vez tuvieron una utilidad, pero que en la estética del lugar cuesta darles un papel.Si fuéramos observadores externos podríamos ver dos polos de una misma realidad que acaba encontrándose cerca de la amígdala colectiva: por una parte tenemos a gente saludable, corriendo y tratando de esquivar a otros que corren, se les ve fatigados, y no es sólo por el ejercicio.

Puedes ver a la misma clase de gente en cualquier bar cualquier lunes. Por otra parte estamos nosotros, sentados en una roca gigante llena de mierda, trasegando hasta que la luz interior se apaga. El alcohol tiene pequeños seres diminutos en su interior que se encargan de apagar las luces del montón de habitaciones que tenemos en el cerebro. Reímos, con el penúltimo trago se apaga la penúltima luz y ya deja de verse el Pandemonium.


Empezamos a sonreir.